Pero en el año de 1850, un evento cambiaria todo lo que conocía hasta ese momento, pues entrada la noche, una anciana llego a su puerta solicitando una última confesión para un familiar suyo que, probablemente, no sobreviviría al amanecer.
El padre Martín accedió, pues para él era completamente normal hacer ese tipo de confesiones a domicilio, sin importar en que lugar se posaran las agujas del reloj. Recogió sus instrumentos religiosos convencionales: la biblia, un rosario y su estola característica que representa el signo de Jesús.
Junto con la anciana, emprendió el recorrido a pie hasta llegar a la Plaza de Toros. Allí había un conjunto de casas muy antiguas y deterioradas por el paso del tiempo. Ella le abrió una de estas casas hasta llegar a un cuarto muy pequeño donde un hombre reposaba, claramente débil y enfermo.
Al día siguiente, el padre notó que le faltaba algo muy importante; había olvidado su estola en aquella casa antigua. Decidió enviar a dos emisarios de su iglesia para recuperarla, pero ambos volvieron sin éxito al templo. Nadie en la casa del enfermo les abrió la puerta.
El padre Martín decidió ir por sí mismo a recuperarla, pero al igual que sus emisarios, no recibió ninguna respuesta desde adentro. Cuando el dueño de las casas deterioradas vio la insistencia del padre al tocar la puerta, se acerco y se mostro sorprendido.
Han pasado muchos años desde la última vez que una de esas casas fue habitada. El propietario decidió abrir la puerta al sacerdote. Y el escenario no era el mismo de la noche anterior: entre polvo, animales rastreros y telarañas, yacía la estola colgada en la estaca de madera donde el padre Martín la había olvidado.
Impactado por este extraño suceso, ni siquiera pudo ofrecer la Eucaristía del día. Quedó pasmado. Poco tiempo después de esa noche, cuenta la leyenda que el padre Martín enfermó y al pasar de unos años murió.